Inquieto |
Kenneth Goldsmith
Madrid, La Uña Rota, 2014.
159 págs .
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Traducción: Carlos Bueno
Vera |

¿Su
intención es saber qué es lo que se puede hacer con el
lenguaje como artefacto referencial? Al final de su lectura no
encuentras
sentidos, sino masas de palabras que se ofrecen como un video, imágenes
sin
voz, una teatralización de nominaciones sin significados humanos o
sociales
sino simplemente formales. Podría ser una alegoría de nuestro mundo
digital o
de nuestra captación del mundo a través de lo digital, pero en realidad
ni
siquiera llega a eso, pues le falta la conexión con la voluntad de
crear. Lo
que surge se puede definir como un fenómeno rítmico y acumulativo de
vocablos,
como una transcripción de actos que no llevan a situaciones de sentido
sino a
meros movimientos objetuales. Las palabras se sitúan en un espacio en
el que no
son más que objetos de un individuo, que no sirven para nada, pues no
revelan,
sino simplemente recuentan. Es un experimento, es cierto, pero
experimentar
supone querer descubrir un escenario nuevo para transformar otro y aquí
no se
consigue más que entretenimiento. No existen insólitos puntos de vista,
como
algún crítico ha dicho, sino visualizaciones que pretenden una
objetivación imposible.
El punto de vista no constituye a la palabra más que como
situacionalidad a
donde se mira, pero no sabe de finalismos. Y todo se queda en
impresiones,
nunca en introyecciones. Para algunos eso puede ser suficiente, pero
cuando la
palabra se convierte en una cámara de video, al final ni es imagen ni
es verso,
y no se encuentra algo nuevo sino una desfiguración insignificante de
esos dos
ámbitos. ¿Este lenguaje combinatorio de vocablos es novedoso? A mí me
recuerda
al lenguaje computacional. Métase en una página de internet y mire su
código
fuente. La sucesión lineal de las instrucciones determinadas por
palabras
aisladas que expresan funciones ejecutables se parece mucho a esta
«poesía»,
pero la diferencia es que aquel lenguaje abre un texto que es el que
aparece
visible para su lectura significativa, mientras que aquí solo se
vincula a sí
mismo. ¿Es una poesía original? Sin llegar a elucubraciones sobre sus
antecedentes (Joyce, Beckett… o todo lo que des-forma la palabra),
podemos
entender la originalidad, o bien como aquello de colocar un wáter en
mitad de
un museo para deconstruirlo, o bien como aquello de deconstruir el
museo y
convertirlo en un urinario, pero esa coreografía de desubicaciones (que
ya no
son originales, sino turismo objetual) no es lo que aquí se intenta,
sino un
simple volver a los diccionarios (andar: trasladarse de lugar; agachar:
inclinar la cabeza o una parte del cuerpo…) y reproducir su
literalidad.
Lúdico, pero inerte.
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