domingo, 3 de febrero de 2013

Privatizaciones, corrupciones, barcenismos, un estado de lo mismo.


Privatizar es el nuevo paradigma abierto por los solucionadores de la crisis de lo público. Lo que se intenta es donar aquello que funcionaría mejor estando en manos no politizadas, no funcionarizadas, porque allí es el lugar de lo rentable. Dicen que de lo que se trata es de dar el mismo servicio, pero sujeto a criterios de eficacia y productividad empresarial que proporcionarán una ampliación de la libertad de elección, al mismo tiempo que lo harán, al menos, no tan costoso.  El problema es que lo político, que es la raíz de todo servicio público, no puede ser entendido desde lo privado. En este ámbito lo contable se superpone a lo social, y los ciudadanos se convierten en apuntes clientelares de una cuenta de resultados. Lo que no proporciona beneficio económico no tiene sentido y debe ser apartado del mercado. Porque lo social es entendido como algo supeditado a lo mercantil. La sanidad debe llegar a donde produzca posibilidades de negocio y no a donde produzca posibilidades de generar bienestar y estabilidad social. Por eso se reducen los servicios sanitarios en el medio rural, un mercado pequeño, desconectado del centro de negocios que se ubica en las grandes ciudades con su gran demografía susceptible de enfermar y producir dividendos. La educación debe direccionarse hacia los sistemas de concertación con entidades privadas, en su mayoría religiosas, porque allí es donde se dota de ideología a las futuras élites neoliberales y se escoge en función del estatus socioeconómico. En ambos la universalidad del servicio que se ofrece y del para quién se ofrece, se esfuman. Pero el objetivo no es únicamente de rentabilidad. Adjudicando a empresas privadas servicios sanitarios se consigue un doble objetivo político. La administración de turno puede hacerlo a aquellos grupos de poder empresariales afines políticamente, intentando de paso colocar en sus consejos de dirección a militantes de su partido. De esta forma se daría la situación de que si el partido político correspondiente se situara en el poder político como consecuencia de unas elecciones y además poseyera cuotas de poder en las empresas adjudicatarias, que en realidad constituyen un pequeño oligopolio, su capacidad de dominar la sanidad sería total. Si por el contrario ese mismo partido fuera desplazado del poder político, continuaría poseyendo una fuerte capacidad de decisión y de presión sobre la administración, a través de su participación en los órganos de poder de las empresas adjudicatarias. Lo mismo pasa con la educación. De esta forma se impone una democracia clientelar, economicista, donde el sujeto que accede a sus derechos no lo hace por su cualidad de individuo, sino por pertenecer a la militancia de una clase o de un grupo.

Y, ahora, además, lo de Bárcenas. Su lista de proveedores y beneficiaros se instituye en la arbitrariedad del clientelismo. Donde lo público no es más que un instrumento político vacío de sentidos sociales y se constituye en un sectarismo para proveerse a sí mismo de espacios de poder económico y de clan. El partido se convierte en una camarilla proveedora de poder para un determinado corrillo, sustentada en la ficción de que su sentido es proveer de ideas políticas comunes a su militancia. No se trata de afirmar que toda la clase política está corrupta. Unos por acción y otros por omisión. El problema radica en por qué se ha constituido en una clase orbital, cerrada sobre su circularidad, cuyo perímetro de acción no va más allá de sí misma. Los demás no son más que sujetos feudatarios, aclamadores, a los que hay que acostumbrar a la corrupción, para que el robo se institucionalice, de forma que el poder del grupo se afiance. Si llegamos a admitir que la corrupción forma parte inevitable del sistema, y que tanto da, pues para que roben los otros, que lo hagan los míos, lo único que habremos conseguido es romper el sentido de ciudadanía que sustenta un Estado de derecho y dejarlo en manos de lo faccioso.