Últimamente el
hecho de ser varón de una manera determinada patriarcalmente supone una marca
de género totalmente obsoleta e inútil, no solo para sus acólitos sino también
para los de cualquier otro género. Debemos encarar la búsqueda de un género
personal que permita afrontar nuestra relación con el sexo de una nueva manera
más libre y comprensiva de la alteridad.
Resulta que soy varón y ser humano, pero no sé
exactamente si seré más de lo uno que de lo otro, o si ambas cosas significan
ser lo mismo. Según la normatividad heterosexual más rancia ambas cosas se
identifican, por lo que debería tranquilizar mis ansias inquisitivas, pero como
estas existen y además quiero desembarazarme de esas dichosas normatividades me
he propuesto indagar en la identidad, es decir, en esa forma de dar sentido a
lo que soy y que tanto nos entretiene a los occidentales, racionalistas y
feministas masculinos. Perdón, acabo de definirme como feminista y no debería
haberlo hecho, pues a eso es a lo que pretendía llegar: a defender que puedo
formarme una identidad individual no derivada genéricamente (cargada con la
tradición de lo masculino). Si algo nos pretende enseñar el feminismo es que el
sujeto no viene de serie ni con masculinidad ni feminidad, sino con una
corporalidad neutra no asociada a ninguna interpretación de género. El sexo y
el género nos lo pondrán desde nuestra salida del útero, o nos lo pondremos
nosotros mismos con el tiempo.
Hagamos un repaso de esas búsquedas de identidad. La
señora Beauvoir nos dejó claro que para llegar a ser hombre se necesita de una
dedicación social y personal que tiene que ser trabajada diariamente. Y que en
ese trabajo quien manda es el patriarcalismo. Pero ella diferenció claramente
entre sexo y género, el primero biológico y el segundo psicosocial. El
binarismo existía, o éramos hombres o mujeres, machos o hembras, que luego
seríamos construidos como seres humanos racionales o como sus complementarias y
servidoras.
La mujer debía situarse en el marco de ese binarismo
genérico en igualdad al del hombre. Ahora bien, el paso siguiente fue el
reconocimiento de que ese sistema era en sí mismo negativo para ambos géneros,
puesto que además ocultaba la existencia de la multiplicidad genérica. En ese
sentido Monique Wittig, para quien el lesbianismo ofrecía a la mujer la única
manera posible de vivir libremente, afirmaba que la vida material impone sus
premisas y las categorías identitarias son producto de ella: «la categoría
“mujer” y la categoría “hombre” son categorías políticas y económicas y que,
por tanto, no son eternas. Nuestra lucha intenta hacer desparecer a los hombres
como clase, no con un genocidio, sino con una lucha política. Cuando la clase
de los “hombres” haya desaparecido, las mujeres como clase desaparecerán
también, porque no habrá esclavos sin amos» (p. 40), y por ello «creo que solo
más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre) puede encontrarse una nueva
y subjetiva definición de la persona y del sujeto para toda la humanidad, y que
el surgimiento de sujetos individuales exige destruir primero las categorías de
sexo, eliminando su uso, y rechazando todas las ciencias que aún las utilizan
como sus fundamentos (prácticamente todas las ciencias humanas)» (p. 44). La
manera de para romper el binarismo sexual y la heterosexualidad
institucionalizada pasaría por desistematizar las relaciones de poder
económicas, políticas y de género heredadas.
De Braidoti
y su sujeto nómade podemos aprender. El ser como mismidad solo se sostiene bajo
la ficción de otro Ser/Dios cuya inamovilidad identitaria se supone
imaginariamente y que se toma como modelo.
Elaborar una nueva subjetividad femenina nos pone a todos ante del
problema de la identidad como un hecho que vive en la transformación y el
cambio. «Para mí, la identidad es un juego de aspectos múltiples, fracturados,
del sí mismo; es “relacional”, por cuanto requiere un vínculo con el “otro”; es
retrospectiva, por cuanto se fija en virtud de la memoria y los recuerdos, en
un proceso genealógico. Por último, la identidad está hecha de sucesivas
identificaciones, es decir, de imágenes inconscientes internalizadas que
escapan al control racional» (p.195).
Judit
Butler afirma que no existe una oposición clara entre sexo y género. No es
cierto que el sexo es la base biológica neutra sobre la cual se construye
socialmente el género. El sexo también es una construcción sociocultural con la
que, al nacer, se etiqueta al individuo sin que él mismo decida. Todo cuerpo
nace ya como algo que vemos desde ese prisma cultural. En ese sentido la
identidad ha de separarse de cualquier modelo de esencialidad estática y
entenderlo como un fluir siempre en construcción.
Como vemos después de este microscópico repaso, el
problema es que el sexo/género masculino se ha definido no dentro de un
binarismo biológico/cultural sino en el marco de un unitarismo de poder. El
sexo confiere el poder para el hombre mientras que cualquier forma de
pluralidad identitaria supone una merma de esa posición privilegiada. El
problema no es llegar a situarse en un binarismo sino pasar directamente al
pluralismo. Nuestro viaje es mucho más largo y la meta está más lejana. Tengo
que reconocer todas las localizaciones, los objetivos y las formas de identidad
que cada cultura ha ido haciendo, para elegir su destrucción. Ese destruir es
lo que se ha de enseñar. No una nueva identidad ni un nomadismo identitario, sino
el método de denegación de cualquier fe, inmovilismo o sujeción a un supersujeto
paradigmático. Lo real nunca existe como un único sexo atado a una
singularidad, sino como una posibilidad identitaria que explora otra
posibilidad sexual. Ir escogiendo, afirmando y desafirmando, forma parte de lo
que es la vida y su transcurrir.
El que los hombres no tengamos un sistema normativo
muy claro que nos diga lo que tenemos que ser, una vez superada la
heteronormatividad, no es un problema. El problema consiste en que esos hombres
no veamos las propuestas que sí existen y que se ofrecen constantemente a
nuestro alrededor. El problema reside en cómo querer verlas, en modelar la
voluntad como una apertura al continuo hacerse reconociendo que cada
momento es algo definido, pero en
movimiento. En concebirse a sí mismo como una subjetividad meta y automodelable
y en disponer de las herramientas culturales y psicológicas necesarias para
poder hacerlo. La cultura masculina tradicional señalaba que uno es así para
siempre y esa negación de la circunstancialidad de lo que somos es lo que impide
observar el espectáculo de identidades de nuestro alrededor. No podemos
descubrir una nueva masculinidad como una identidad de la diferencia sino como
una multidentidad. Una nueva definición de la subjetividad a partir de la
tradición que pesa sobre nuestro género. Nuestra historia como varones es la
primera asignación desde el poder dominante, pero estar abierto a otros
micropoderes que nos circundan (el feminismo, el indeterminismo, el ateísmo…)
solo es posible desde la concepción de la vida como espacio para renacimientos
constantes de conciencia sin universalismos. Un resituarse constantemente, un
viajar de un momento a otro, considerando cada uno de ellos como establemente
dinámicos.
¿Es posible
desactivar toda normatividad? Evidentemente, no. Todos nacemos en el marco de
una sociedad de símbolos e imágenes que nos señalan desde dónde debemos generar
nuestros discursos y nuestra voluntad. Pero la normatividad socioprogenitora ha
de suponer una presentación, una exposición, de direcciones abiertas de
posibilidades entre las que se tiene que decidir. Cada uno debe poseer las
herramientas para resolver esa adopción y no solo aceptar pasivamente la
identidad normativa dominante. Tener esas herramientas es lo que da sentido a
la individualidad. Es un problema educativo en el que se ofrecen, no categorías
cerradas, sino posibilidades de cómo ser (el ámbito familiar siempre es
transmisor de una normatividad fija, por lo que es especialmente desde los
medios de comunicación, que dan voz a los feminismos, y la administración/enseñanza
pública donde se deben ofrecer esas visiones de apertura). La racionalidad debe
desposeerse de su vinculación de género-hombre y crearse como un nuevo modo de
pensarse conflictivamente, de enfrentarse a sí misma.
Por otro lado, lo
masculino no debe ser entendido como una oposición a lo femenino o a cualquier
otra forma de comportamiento de género o sexual, sino como una forma incluida
en todas ellas, y al mismo tiempo, irradiada desde todas ellas. En esa
composición en la que cada una aporta su emanación nada sería absolutizable
sino circunstancial. No se trata de convertir lo masculino en una identidad
líquida, sino en un estado de proyección y afirmación que sucede en estadios
evolutivos. Cada etapa es un modo afirmativo el que me constituyo establemente,
pero circunstancialmente. La definición de lo sexual pasa por una abierta
comunicación y trasvase de conductas entre las diferentes formas de vivir el
cuerpo y lo sexual. ¿Qué valores podrían constituirse en ese estado como
específicamente masculinos? En realidad, ninguno. La especificidad del sujeto
vendría dada por cómo ha leído su cuerpo desde la subjetividad de sus
posibilidades.
Referencias
Braidotti, Rosi.
Sujetos nómades. Corporización y diferencia sexual en la teoría feminista
contemporánea. Paidós, Barcelona, 2000.
Beauvoir, Simone
de. El segundo sexo. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1987.
Wittig, Monique.
El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Egales, Madrid, 2016
Butler, Judith. El
género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós,
Madrid, 2010.