domingo, 4 de noviembre de 2012

Educación diferenciada y evolución cerebral

El ministro Wert no solo quiere financiar a toda costa a los colegios del Opus Dei sino que además pretende convencernos de que la educación diferenciada en la que se basa el ideario de estos centros es un bien educativo. Diferenciar supone separar, admitir lo diferente y potenciarlo. Según estas teorías las diferencias en el funcionamiento cerebral entre hombre y mujer, y su implicación en el aprendizaje y adquisición de habilidades, deben ser tomadas en cuenta a la hora de diseñar estrategias psicopedagógicas escolares. Nacemos con una genética que determina nuestras capacidades cognitivas. Las chicas son peores en matemáticas y mejores en escritura, lengua y comprensión lectora. Los chicos son mejores en gimnasia, números, tecnología (aunque esto solo ocurre hasta que ingresan en la universidad donde todos se igualan). La mujer es más intuitiva y el hombre es más lógico. Y en función de estas diferencias proponen que se ha de educar. La estructura cerebral genética determina lo que debemos aprender. Potenciando esas capacidades diferentes potenciamos una concepción complementaria de las relaciones entre hombre y mujer. Uno posee lo que el otro no tiene y de esta forma se crea un vínculo completo entre ambos. Su propuesta no es más que una forma nueva de proteger un concepto tradicional de pareja y del concepto de hombre y mujer.

Uno de los postulados de la neurociencia es que el cerebro, dada su responsividad (su capacidad de respuesta) y su plasticidad ante la experiencia, resulta afectado en su estructura y función. Cada aprendizaje excita determinados circuitos nerviosos y deja otros inactivos. Los que son asiduamente utilizados se afianzan, mientras que los que se activan ocasionalmente se pierden. Las elecciones que hacemos socialmente, los conocimientos que adquirimos y cómo los consolidamos… todo lo que decidimos o hacemos modelan la arquitectura del cerebro.
Nuestro cerebro es el resultado de un proceso que se inició cuando el australopitecos bajó de los árboles hace cuatro millones de años. Nos ocurre que no nos imaginamos nunca como la cúspide de un proceso evolutivo, de selección natural, que también nos afecta. Desde que bajamos de los árboles andan la evolución cerebral y cultural intercomunicándose. Los machos han ido eligiendo a las hembras sensibles, débiles, que controlan lo emocional y la comunicación, y las hembras a los machos más dominadores, fuertes, poderosos… Los esquemas culturales sobre lo que es propio de uno u otro sexo han ido definiendo cómo y qué educar, cómo y qué ser. Toda nuestra historia evolutiva ha estado guiada por un conjunto de decisiones distorsionadas por los diferentes papeles adjudicados a los sexos. El sexo implicaba un género y el género un estado de conciencia desemejante. El resultado ha sido un cerebro estructurado sexistamente en el que las capacidades cognitivas se han repartido diferencialmente.

Es un hecho que las diferencias existen en la niñez y adolescencia, pero con la educación diferenciada lo que haríamos sería afirmar esa evolución sexista, dándole el carácter de esencial para el ser humano. No existe la masculinidad ni la feminidad como categorías definidoras, sino un cúmulo de características que han ido diciéndonos lo que teníamos que ser. Cada época en función de los valores religiosos o ideológicos dominantes nos han dicho lo que era nuestra identidad, lo que nos definía como seres «normales» (la normalidad siempre es lo estadísticamente mayoritario en una masa, en una horda social). Definirlas a partir de una estructura cerebral resultado de una evolución sexista es negar la posibilidad de desposeerla de esa herencia y vincularla a un futuro igualitario. Tenemos que iniciar un proceso para constituir una sociedad equitativa en derechos, deberes, conductas y conciencias, con lo que en un futuro nuestro cerebro evolucionará hacia una estructura cognitiva más realista, vinculada a lo que nos hace personas y no únicamente categorías de género. Si constituyéramos esa sociedad, nuestros futuros infantes no nacerían con esas diferencias estructurales sino con unas capacidades y características más similares. De esta forma, cada uno de nosotros seríamos una totalidad en sí misma desde el mismo nacimiento y nuestras capacidades cognitivo-afectivas, potenciadas por una educación análoga, nos conducirían hacia nuevos espacios de relación entre los sexos.

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