Os presento aquí de nuevo otro capítulo de las entradas que estoy
realizando sobre el tema del aborto y el concepto de la persona y su evolución
histórica. Si en la entrada anterior estudiaba a San Agustín, ahora me centraré
en un autor contemporáneo suyo con el que mantuvo una abundante relación
epistolar, San Jerónimo (331/347-420).
Antes de comenzar con las citas concretas de su obra en relación
con el tema del aborto, es necesario situarlo en el debate de su época sobre el
origen del alma en el individuo. Tres posibilidades se habían propuesto en el
cristianismo hasta el siglo IV[1].
Tertuliano defendió el traducionismo, el alma es transmitida por los
progenitores en el momento de la concepción. Otros, como Orígenes, sostenían la
preexistencia del alma. Y, por último, los que afirmaban que Dios crea cada
alma individualmente en el momento de la generación, y que es la que asume San
Jerónimo[2].
Aceptando esta última propuesta, el problema que se plantea es cómo Dios otorga
alma a los nacidos de relaciones adúlteras o incestuosas, o cómo es posible
explicar la muerte de los recién nacidos, que todavía no han tenido tiempo de
cometer ningún pecado. La respuesta es muy clara. El alma se corrompe por el
mero hecho de entrar en contacto con el cuerpo. El cuerpo en sí es el pecado. El
problema no está en el alma, creación de Dios, y al que no se le puede achacar
el problema. «Es como si el defecto de la simiente residiera en el grano que se
dice que ha sido obtenido en un robo, y no en aquel que ha cometido el robo; ¡por
esa misma razón la tierra no debería acoger en sus entrañas la semilla, porque
el labrador la ha arrojado con unas manos sucias!»[3].
Diferencia, por tanto, entre la simiente/alma, cuyo estado es sin pecado, y su intromisión en el cuerpo, momento en el
que adquiere su estado de pecado. «Se conserva un libro de Dídimo, a ti
dirigido, en el que da respuesta a lo que inquieta tu mente: los niños no han
podido cometer pecados; les basta, añade además Dídimo, con que únicamente
hayan tenido contacto con la cárcel de los cuerpos»[4].
¿Se trata ese cuerpo de una entidad formada o informe?
La postura de S. Jerónimo al respecto aparece en una cita de
una de sus cartas: «Así que podemos entender preñadas a las almas que, de la
semilla de las doctrinas y de la palabra de Dios, han concebido los comienzos
de la fe y dicen con Isaías: Por tu
temor, Señor hemos concebido y parido, hemos hecho el espíritu de tu salud
sobre la tierra (Is 26,18). Porque
así como los gérmenes se van formando poco a poco en el seno y no se reputa
homicidio (non reputatur homicidium) hasta que los elementos confusos no se
configuran y toman sus miembros (elementa confusa suos imagines membraque
suscipiant), así, una idea concebida por la razón, sino rompe en obras, queda
retenida en el seno y pronto perece por aborto, cuando ven la abominación de la
desolación asentada en la iglesia y a Satanás transfigurado en ángel de la luz.
De estos hijos en gestación habla también Pablo cuando dice Hijitos míos, a quienes una vez más llevo en
mis entrañas, hasta que Cristo se forme en vosotros (Gal 4,19). Así, pues,
según el sentido místico, estas pienso que son las mujeres de las que el mismo
Apóstol escribe: La mujer, seducida, se
hizo transgresora; pero se salvará por la crianza de los hijos, si permanecieren
en la fe, caridad y santidad con castidad (1Tim 2,14ss.). Si estas mujeres
concibieren alguna vez de la palabra divina, es menester que lo engendrado
crezca y que reciba primero la leche de la infancia, hasta que llegue al manjar
sólido y a la edad madura de la plenitud de Cristo. Y así es que todo el que se alimenta de leche no tiene parte en la
justicia, pues es niño pequeño (Hebr 5,13). Ahora bien, estas almas que
todavía no han parido o que no han podido alimentar lo engendrado, cuando ven
que la palabra herética se asienta en la Iglesia, pronto se escandalizan y se
pierden y no pueden resistir las tempestades y a la persecución, sobre todo si
se hallan hueras de buenas obras y no andan por el camino que es Cristo. De
esta abominación de la doctrina herética y perversa decía el Apóstol que el
hombre inicuo y contrario se levanta contra todo lo que es Dios y religión,
hasta el punto de atreverse a estar en el templo de Dios y presentarse a sí
mismo como Dios. Su advenimiento es conforme a la operación de Satanás, y lo
que ha sido concebido lo hace perecer por aborto, y lo nacido hace que no
llegue a la niñez ni a la edad perfecta»[5].
El aborto de lo informe le sirve para realizar una analogía: la semilla de la
doctrina de la iglesia no genera un verdadero creyente hasta que este no lleva
una vida cristiana en su plenitud, vida esta que no podrá ser influenciada aún
cuando vea que en la misma institución eclesial haya hombres vencidos por el
demonio. El alma madura puede resistir cualquier tempestad, por lo que necesita
pasar de la informidad e inmadurez original a la sabiduría que se consigue con
la perseverancia y la práctica religiosa constante. Las almas confusas son
fácilmente abortadas, destruidas por los enemigos de la fe. En cualquier caso,
establece la diferencia que más tarde seguirá S. Agustín en torno a la no existencia
de homicidio en el caso del aborto de un feto aún no formado. El cuerpo debe estar
formado, ordenado y completo en todas sus partes, para recibir la acción divina
del alma, momento constitutivo de la persona.
A continuación cito un texto que ha sido utilizado por determinados
comentaristas católicos para colocar a S. Jerónimo entre los contrarios a todo
tipo de aborto, cuando su sentido acota un caso específico. La carta se dirige
a Eustoquia una mujer romana de noble familia que optó por la virginidad y la
fe cristiana. «Repudiadas y desterradas esas que no quieren ser vírgenes, sino
parecerlo, de aquí adelante mi plática se endereza a ti, que has sido la primera
noble virgen de la ciudad de Roma y tanto más, por ende, has de esforzarte para
no verte privada a par de los bienes presentes y por venir… »[6].
Toda la carta es una exaltación de la virginidad, frente al matrimonio. Este es
un estado de segundo grado: «gloríense las casadas, pues ocupan el segundo
grado después de las vírgenes»[7]; «alabo
las nupcias, alabo el matrimonio, pero porque me engendran vírgenes»; «y he
aquí un indicio de que la virginidad es cosa de la naturaleza y las nupcias
secuela del pecado: la carne nace virgen de las nupcias, pagando en el fruto lo
que perdiera en la raíz»[8].
Consecuencia de todo ello es su crítica a las vírgenes que pretenden
ocultar sus pecados: «Pena me da decir las vírgenes que caen cada día, cuántas
pierde de su seno la madre Iglesia, sobre qué estrellas pone su silla el
soberbio enemigo, qué de peñas hiende la serpiente para habitar en sus
aberturas. Fácil es ver a muchas, viudas antes que casadas, que solo cubren su
desdichada conciencia con hábito fementido y que andan con cuellos erguidos y
pies juguetones hasta que las traiciona la hinchazón del vientre y los vagidos
de los chiquillos. Otras toman de antemano bebedizos para lograr la esterilidad
y matan al hombre antes de haber nacido (necdum nati homines homicidium facit).
Algunas cuando se percatan que han concebido criminalmente (cum se seserint
concepisse de scelere) preparan los venenos del aborto (aborti uenena) y
frecuentemente acontece que, muriendo también ellas, bajan a los infiernos reas
de triple crimen: homicidios de sí mismas, adúlteras de Cristo y parricidas del
hijo no nacido. Estas son las que andan llamando la atención por las públicas
plazas, y, guiñándoles a hurtadillas los ojos, arrastran tras sí toda una grey
de mozuelos»[9].
Lo que hace S. Jerónimo es defender el estado de la castidad, suprema forma de
vida humana y defenderlo de cualquier fraude, como es la ocultación de las
relaciones sexuales cometidas y demostradas a través del embarazo.
BIBLIOGRAFÍA
San Jerónimo. Cartas
de S. Jerónimo. Vol. I-II. Edición bilingüe a cargo de Daniel Ruiz. Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1962.
¾Contra
Rufino. Madrid, Akal, 2003.
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