lunes, 5 de marzo de 2012

Funcionarios, recortes, crisis y desconocimiento de la función pública

Parece que los funcionarios estamos en el centro de atención de toda la sociedad. La crisis destruye la estabilidad en el trabajo, por lo que ahora toca ir a la caza de todos los que disfrutamos de esa estabilidad. Hace unos años, durante la época de vacas gordas, a nadie le importaba la estabilidad funcionarial ni su control, pues el mundo privado se autogestionaba y crecía ilimitadamente. Ahora, por el contrario, ese mundo necesita echar mano de lo público para que contribuya a sacarlo del atolladero, por lo que es necesario controlar y regular estrictamente su brazo ejecutor, la administración. Cuando lo más importante sería mirar hacia aquellos grupos sociales que más se destacan por su escasa contribución fiscal o por engordar la economía sumergida, hay un especial interés en hacer ver que el problema fundamental radica en la reforma de la función pública y no tanto de la «función privada». Parece como si la administración fuera la única generadora de déficits y que mediante su reforma se fueran a solucionar todo los problemas económicos. Se acusa al funcionario como cuerpo, como si fuéramos entes separados y autónomos de una organización que careciera de gestores, que no aparecen generalmente en esas críticas. Veamos algunas de esas acusaciones:
El privilegio del empleo estable. Es un privilegio porque los demás están sumidos en la inestabilidad. Antes, hace unos años, no lo era, pues todos gozaban de él. El problema es que ese privilegio es inseparable del hecho de que la administración es una institución política regida por intereses partidistas que gestiona dinero público. El ciudadano quiere que alguien administre sus derechos y deberes, y que lo haga independientemente de los intereses y arbitrariedades del poder que él mismo ha votado en unas elecciones. Tachar de privilegio lo que él mismo demanda es una contradicción. Lo que él demanda es que alguien gestione sus derechos y que lo haga de una forma justa, ajustada a derecho, sin arbitrariedades, con equidad, pero al mismo tiempo demanda que ese alguien esté sometido a un proceso de trabajo, de despido y admisión arbitrario e inestable, es decir, que nuestros jefes, o que los políticos que gestionan la administración tengan en sus manos un instrumento para hacer sin control lo que quieran en relación con los funcionarios. Quieren que sus derechos no estén sometidos al partidismo, pero que sus administradores sí lo estén.

Las decisiones del legislador son partidistas, pero deben estar sujetas a una serie de principios fundamentales que figuran en la Constitución, que no está sometida a la alternancia en el poder de los diferentes partidos. Toda la actividad administrativa debe estar inspirada en la igualdad de todos ante la ley, debe permitir el acceso a los servicios públicos sin la existencia de discriminaciones injustificadas.  Para ello la administración debe servir con objetividad los intereses generales y para ello es necesario otro principio, la imparcialidad en el ejercicio de la función pública. Esto significa: el legislador es quién determina en qué consiste el interés general; la Administración no se identifica con el interés particular de grupos u organizaciones; toda su actuación se subordina al principio de legalidad. Y también significa honestidad, negar la arbitrariedad, pero no neutralidad, pues la administración debe tomar decisiones claras sobre los problemas y las necesidades del administrado.

El funcionario debe ser evaluado en función de estos mismos principios. Si pudiera ser despedido de acuerdo con el Estatuto del Trabajador todos ellos se vendrían al traste, pues el empresario/partido político legislaría para favorecer sus propios intereses, para crear todo un sistema de clientelas que le permitiera eternizarse en el poder. Y para ello el funcionario sería elegido como un partidario más y no meritocráticamente. La administración sería la empresa de servicios del partido, y no la empresa al servicio de los derechos democráticos.

Falta de productividad en la administración. La productividad está relacionada con los procedimientos, las herramientas de trabajo, la formación del trabajador, el salario, y el control y la organización de todos estos elementos para que juntos produzcan eficacia. Si la política es la que controla el proceso es imposible pedir eficacia en términos «privados». Además ha de procurar algo exclusivo de la administración: la garantía de los derechos personales y políticos del individuo. Lo privado solo garantiza los derechos del consumidor, por lo que no incide sobre lo constitutivo de la persona como sujeto social e individual. La productividad es un parámetro que debe medirse en función de todos esos elementos que configuran y definen un tipo de trabajo concreto. No puede aplicarse el mismo baremo a cualquier tipo de actividad. En la Comunidad Valenciana no he conocido en veinticinco años de trabajo ningún gobierno que haya aplicado un sistema de calidad en el trabajo que permita un seguimiento de cada uno de los procedimientos que aplicamos diariamente para eliminar gestiones superfluas, para informatizar (no disponemos, por ejemplo, de firma digital y seguimos utilizando el ordenador básicamente para albergar bases de datos y como máquina de escribir; todas las gestiones acaban en el papel; las gestiones del administrado a través de internet son mínimas), para distribuir a los funcionarios en función de las necesidades, muchas veces cíclicas, del trabajo …  Y si además intentas superar determinadas formas arcaicas de trabajo, todo ello nunca aparece reflejado en el salario, sino que todos cobramos igual, independientemente de nuestra productividad individual. La categoría y el horario son los parámetros reales que sirven para fijarlo ¿sucede así en la empresa privada? ¿O es allí donde la productividad y la eficacia se pagan? ¿Por qué no nos permiten a nosotros disfrutar de ese privilegio?

Falta de control del cumplimiento del horario. Es cierto que algunos funcionarios «acortan» su jornada de trabajo y alargan sus periodos de descanso, pero también es cierto que el procedimiento disciplinario de los funcionarios data del año 1986 y que nadie desde entonces se ha atrevido a tocarlo. Al ser una empresa regida por políticos, los funcionarios tenemos que estar especialmente defendidos de nuestros cambiantes ejecutivos. Si no fuera así el nepotismo sería la norma. El problema radica en que si no hay un control y seguimiento del trabajo y de las rutinas de cada funcionario, difícilmente se puede ser objetivo en la exigencia de su cumplimiento. ¿Por qué no se intenta establecer estos sistemas de control? ¿Acaso porque esto implicaría que los cargos políticos, que también son administración, igualmente deberían estar sometidos a criterios de eficacia y de buenas prácticas en su gestión y, por tanto, a ser sometidos a un régimen disciplinario? Evidentemente esto destruiría el sistema democrático, pues cuando vamos a votar no solo votamos grupos ideológicos sino también gestores de la empresa pública que no pueden ser removidos en sus cargos más que mediante otra votación o una decisión judicial o política, y en ningún caso por razones puramente laborales. Esta confusión entre lo laboral y lo político convierte a la administración en un ente simplemente diferente, no privilegiado, por lo que su regulación es mucho más compleja que la del mundo de la empresa privada.  


Que hay que reformar la función pública es algo que no necesitamos que nos lo recuerden a los que la vivimos todos los días inmersos en su sistema, pero que cuando nos den sus recetas, al menos no utilicen criterios ajenos a su particularidad, ni lo hagan desde criterios partidistas/sindicalistas meramente coyunturales, pues de esa forma únicamente contribuirán a desprestigiarla, generando más desconocimiento que información sobre su funcionamiento real.

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