domingo, 26 de octubre de 2014

Sentimiento nacionalista y otros sentimentalismos

El sentimiento triunfa en la sociedad española. El sentimiento vota a Podemos, cree que existe el derecho a decidir, pide la independencia. Contra la manipulación, el engaño, la ineptitud, el amiguismo, la endogamia, el clientelismo, el caciquismo… que ha dominado la política española, especialmente durante las últimas décadas, se alza una comunidad afectiva que necesita una ruptura radical con ese pasado. El problema es que el rupturismo se instala a costa de vaciar la política, la que verdaderamente se necesita. Es cierto que hemos estado dominados por una casta, pero también lo es que ahora unos piden estarlo por una secta y otros por los mismos esquemas institucionales, pero fuera del Estado español, corrupto y discriminatorio. Podemos y Ganemos, por un lado,  e independentistas e identitarios, por otro (incluyo aquí, por ejemplo, al Partido Popular, que en la Comunidad Valenciana se lanza a sacar leyes de identidad cultural, para defender en año electoral, entre otros, la paella, els bous al carrer, y un idioma valenciano autóctono que dicen no tiene nada que ver con el catalán), se dan la mano apelando a una emocionalidad que promete igualitarismos y paraísos territoriales para reconstruir esta patria, unos a partir de la gente y otros a partir de una nueva territorialidad. El sentimiento apela a la ciudadanía como entidad unitaria. Y a un enemigo, la casta y el Estado. El primero tan difuso como su acusador, la masa. El segundo, otro Estado, tan nítido como su acusador. 

Es cierto que el sentimiento antisistema y los tribunales de justicia son la única salida que nos deja la estructura del Estado creada durante la transición, pero también es cierto que las alternativas constituyen un modo de no decir, de no solucionar, sino de derivar las respuestas hacia  espacios vacíos, hacia ideas tomadas de la rabia y de la ira. Porque en el fondo el sistema continúa intocable. Ni la Constitución, ni el sistema electoral, ni la ley de partidos, ni el Banco de España, ni la administración de justicia, ni la inspección fiscal, ni el concordato... han cambiado sus normas de regulación para redefinirse en función de nuevos presupuestos democráticos, laicos y de justicia, igualitarios y eficaces. El sentimentalismo no es más que otra herramienta de la política para conseguir parcelas de poder. 

La solución alternativa sentimentalista propone dar todo el poder o bien a la masa ciudadana, o bien a un nuevo marco territorial. En el primer caso se pretende recrear una falsa democracia plebiscitaria, que en realidad no es más que una democracia representativa encubierta que reproduce los esquemas jerárquicos clásicos de los partidos, pero con el voto de la militancia como soporte, debidamente guiado por mecanismos de propaganda y de imagen típicamente de la llamada casta. En el segundo caso se presupone que los catalanes, por el mero hecho de serlo y decidir sobre lo suyo, Cataluña, van a gobernar más justamente. Lo de los «peperos» valencianos es de traca, no quieren denominarse nacionalistas, por lo que apelan a un regionalismo decimonónico, la Valencia profunda, para poder ganar los votos que han perdido mediante una gestión caciquil y corrompida que, a su vez, se basaba en reivindicar una Valencia global e internacionalista.

¿Cuándo acabaremos de una vez la transición, superando clientelismos, caciquismos, amiguismos, nacionalcatolicismos, nacionalismos antiMadrid…? ¿Para cuándo trazaremos una democracia representativa dibujada desde la ética y la política?  

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