Vivimos
en un país sin una estructura de Estado. Nuestro Estado se va construyendo
permanentemente dependiendo de las necesidades políticas del gobierno de turno.
Durante mucho tiempo hemos asistido al reparto competencial en función de la
necesidad de mayorías parlamentarias en el Congreso del partido gobernante. No
hay Estado concreto, sino una estructura administrativa y territorial que se
autodefine sin limitación. Diputaciones, Ayuntamientos, Comunidades Autónomas,
Estado central, entremezclan y duplican sus competencias sin que exista un
orden ni una distribución efectiva y eficaz.
Y
ahora nos encontramos con una autonomía que proclama un sentimiento de
sedición. Los sentimientos nacionales surgen de coyunturas críticas que no se
dan en este momento, al menos políticamente hablando, pero hay políticos que
las magnifican o simplemente las crean, porque suele ser el mejor sitio para el
victimismo y de ahí a la victoria electoral. La culpa la tiene siempre el
Estado central: si fuéramos independientes nos situaríamos en nuestro lugar, en
el lugar del progreso, dicen. Porque el nacionalismo victimizado cree que lo
autóctono es el mejor de los lugares, y la creación de ese sentimiento como
argumento político llama a la emocionalidad y no al pragmatismo. El problema
consiste en dirimir si esa aspiración necesita un Estado para existir o bien
puede hacerlo en el marco de otro Estado. El problema consiste no en cómo ser
catalán sino en quién paga la factura de serlo y quién lo administra.
A
ello hay que añadir otro espejismo: el derecho a decidir. El derecho a decidir no es absoluto, no es un
incondicional a disposición de cualquiera. Y menos en un mundo global, en el
que, por cierto, aspiran a integrarse. Me gustaría que alguien convocara un
referéndum para decidir si pagamos o no impuestos, si queremos república o
monarquía, si la iglesia debe ser financiada, si debiera haber pena de muerte,
si deberíamos tener ejército…, convertir el decidir en un derecho absoluto erigiría
al ciudadano en el auténtico representante de sí mismo, anularía la
representatividad delegada en la que se basa la democracia, y de paso,
destruiría el Estado, que pasaría a ser el mero resultado de la estadística, de
la mayoría. Un Estado no se basa en la capacidad de poder decidir cualquier
cosa, sino en decidir cuándo y quién tiene la capacidad de preguntar al
ciudadano sobre una cosa que tenga relevancia y permita la continuidad de unos
valores no meramente coyunturales. El Estado es simplemente una frontera
política que se ha generado a través de una historia y que ahora se autoconserva.
Confundir mayoría aritmética, Estado y partidismo, y manejarlo a su antojo no
es nacionalismo, sino patrioterismo, un chovinismo instrumentalizador que
utiliza los sentimientos, el de pertenencia a una cultura de nacimiento y el de
ser libre para decidir, para dirigirlos hacia un interés estatalizador
localista. Esos sentimientos son el vehículo para generar otro Estado, que
supone la solución a la otra estatalidad, la ajena. ¿El objetivo es generar
Estados que coincidan con una cultura? ¿Lo catalán existe como cultura asociado
a Cataluña? ¿Y el resto de territorios que hablamos catalán? Evidentemente lo
que se intenta es generar un territorio autónomo que se autogobierne económica
y políticamente y que la decisión sea únicamente tomada por los que se sienten
víctimas. El problema es que en un Estado de autonomías, no es el centro el que
reparte sino que ese reparto se decide en función de un sistema de fuerzas y
presiones que circulan desde todas y cada una de las comunidades autónomas (las
otras víctimas) hacia las demás y hacia el centro. Un Estado independiente en
España se genera como «victimismo» de todas y cada una de las autonomías, y por
tanto, deberíamos ser todos los ciudadanos los que decidiéramos si en la
Constitución debiera existir un procedimiento para que cualquier comunidad
autónoma se declarara independiente. Esto nos llevaría a considerar que el
reparto territorial efectuado en la transición, con 17 comunidades cuya raíz
histórica es absurda en muchos casos, es el acertado. ¿No tendría derecho a
independizarse una Castilla unificada e histórica? El problema es que la
transición sigue viva. Vivimos en el modelo que entre franquistas reconvertidos
y demócratas temerosos pactaron para edificar el edificio social, territorial y
político de este país.
El
victimismo es uno de los elementos definidores del nacionalismo. Entre otras
cosas porque así también se define en la Constitución donde las competencias las
otorga el partido que gobierna en cada momento. Únicamente una Constitución no
victimizadora podría cerrar la estructura del Estado. Un federalismo pactado y
refrendado por todos los ciudadanos, ¿acabaría con el victimismo? Probablemente
no, pero si hubiera sido pactada por todos los gobiernos autonómicos y partidos
políticos impediría la independencia, y el victimismo sería exclusivamente
económico, lo que es más fácil de solucionar.
En
resumen, me he permitido una primera aproximación a este tema que nos seguirá
ocupando durante mucho tiempo.
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